Si el niño vive el mundo desde la exigencia, desde la pérdida de la inocencia, ese será, entonces, el mundo que el niño creará y nuestra cultura patriarcal admite y espera esa transformación. A medida que van pasando los años van apareciendo los “discursos de la esperanza” de lo que va a ser el niño, de las expectativas de los padres, de lo que la mamá o el papá esperan que haga el niño en el futuro en función de lo que ellos no hicieron. En una cultura donde es natural que el niño siga a los padres, porque se vive un dinamismo armónico con una historia de cambio temporal lento, no hay esperanzas para el futuro del niño, pues este simplemente crece en el vivir armónico en un mundo con sucesos gratos e ingratos, que son en sí respetables y, por lo tanto, no generan conflictos existenciales. En tal vivir no hay contradicción entre el presente y el futuro. Y de hecho no hay futuro como para nosotros. Si no vivo en la esperanza, no vivo en la exigencia, si no vivo en la exigencia, puedo vivir en la inocencia. El niño puede vivir en la inocencia hasta que la pierde desde la expectativa del adulto como ser centrado en la autoridad y el control por falta de confianza en el mundo natural. Si vive así, el niño o niña llega a ser un adulto socialmente responsable que hará lo que haga bien fuera de la competencia. La competencia no genera calidad en el quehacer, y cuando parece que la genera lo que pasa es que las personas actúan desde la seriedad en su acción. La competencia genera mentira y engaño. Yo pienso que es mejor que nuestros hijos crezcan matrísticos y que aprendan a ser impecables en su quehacer por autorrespeto.
Humberto Maturana
El sentido de lo Humano, 1991
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