La ley del más fuerte
Ante una nueva “celebración oficial” del arribo ibérico a nuestro continente hace 513 años, no es superfluo rememorar los mecanismos utilizados por la posterior y sostenida intervención europea o “primer mundo” hasta nuestros días con el fin de introducir su modelo ideológico, político, económico y religioso. Cuando en el siglo XV nuestro continente, al que luego arbitrariamente se lo llamaría “América”, continuaba con el desarrollo de su propio proceso histórico-cultural extendido a lo largo y ancho de su espacio territorial y marcado por una fecunda variedad de culturas y naciones nativas (inuit, iroquesa, azteca, arawak, chibcha, inca, guaraní, wichí y selk’nam, por nombrar algunas) Europa se debatía en profundas luchas internas y externas (sobre todo la Península ibérica) para poder garantizar poder y recursos a monarcas, príncipes, nobles y ejércitos, objetivo primordial que hizo posible la apropiación y saqueo sistemático de nuestro enorme continente.
Los movimientos expansionistas europeos iniciados en el siglo XV, al principio por españoles y portugueses luego por otros estados europeos, contaron con la participación interesada y motivadora de sus respectivas coronas y del catolicismo, cada uno en su ámbito. Mientras los primeros convenían en capitulaciones con los exploradores para asegurarse un elevado diezmo y la adquisición prepotente de tierras y señoríos sobre los habitantes nativos, el segundo proveía, directa o indirectamente, la permisión moral de acciones aberrantes y un “ideal” que elevaba al rango de “cruzada civilizadora y evangelizadora” un proyecto indiscutiblemente de apropiación territorial, comercial y político expansionista. Sin embargo, cabe preguntarse por qué y cómo lograron el resonante éxito que todavía se considera una gesta heroica y civilizadora.
Al arribar Colón a las islas y posteriores aventureros a otros enclaves, la actitud inmediata adoptada por los habitantes fue, por un lado de enorme sorpresa frente a la presencia de gente surgida del mar con curiosas armas y extrañas vestimentas y, por otro, de absoluta hospitalidad. En los primeros contactos jamás los nativos ofrecieron resistencia ni declararon guerra alguna. Sólo ante el abuso sorpresivo y despiadado reaccionaron tratando de hacerlos retroceder, pero sin éxito ante las poderosas armas y estrategias europeas. Por su parte los recién llegados, a medida que avanzaban “dudaron” que los nativos ―presumiblemente habitantes de “Las Indias”― fueran “descendientes de Adán y Eva”, o sea, que fueran verdaderos hombres. Esta absurda consideración “filosófica” de exploradores, misioneros y filósofos de la época acerca de la naturaleza de los nativos, más allá de algunos extemporáneos documentos oficiales en su contra, se transformó en un justificativo inapelable y siniestro que ante su conciencia “cristiana” legitimó el inicio de una cadena de aberrantes acciones invasoras.
Sostuvieron, por ejemplo que los “bárbaros” podían ser esclavizados ya que, según su arbitraria teoría, los bárbaros eran “infieles” y éstos, a su vez, seres indignos porque rechazaban la “verdadera fe” (¡la de ellos!), en consecuencia merecedores de ser perseguidos y aniquilados en la medida en que se resistieran. Un argumento falaz que les dio luz verde para justificar tanto la esclavitud cuanto el genocidio y saqueo indiscriminado. Este fue uno de los tantos sofismas utilizados por la corona y las instituciones autodenominadas “cristianas” para legalizar cualquier acto de destrucción o imposición de su sistema.
Desde esa posición ideológico-estratégica los “civilizadores” se permitieron imponer por la fuerza su propia cosmovisión, ajena a la humanidad local, e implementar por la fuerza su sistema de vida desvalorizando en tanto “diabólicas” las creencias de nuestro continente y quebrando las estructuras sociales milenarias, inclusive sus idiomas, tradiciones y escritura jeroglífica e ideográfica. En última instancia desactivaron lo medular de aquellos pueblos que hasta ese momento vivían “a su modo”, neutralizándoles la capacidad de reaccionar ante un enemigo insaciable. A partir de allí, los invasores actuaron “seguros” y a cara descubierta sometiendo a la población de nuestro continente a la desesperanza y esclavitud por medio de hipócritas estructuras como la encomienda, mita, factorías, minas reales y otras aberrantes formas “legales” con que explotaron y exterminaron a la humanidad “descubierta para civilizar y cristianizar”.
No resulta extraño, entonces, que, según refiere el sacerdote Las Casas, el cacique Hathucci poco antes de morir en la hoguera por resistirse al sistema europeo sostuviera el siguiente diálogo con un religioso que lo instaba a bautizarse para ir al cielo y salvarse del infierno: – ¿Ustedes también van al cielo?, preguntó la víctima. – Sí, respondió el fraile. – Entonces –contestó el cacique– no quiero bautizarme para no encontrarme de nuevo con los crueles y tiranos españoles.
El sistemático proceder de los españoles y portugueses, sumado a las enfermedades infecto contagiosas traídas desde Europa, provocó una alarmante disminución de la población nativa. En las islas del Caribe, por ejemplo, tras someter a dos o más millones de habitantes en sólo una década (Colón todavía no había muerto) apenas quedaban alrededor de 300 mil nativos; en el valle de México, entre 1520 y 1580, de 25 millones bajó a 1.9 millones y en los Andes centrales de 11 millones a 1.5 millones durante el mismo período. Estos datos resultan agobiantes y son prueba inapelable del genocidio desatado en nuestro continente. Sin embargo se califica aquella intervención masiva como “gesta heroica”.
Si bien en la historia oficial estos hechos persisten con una visión mal idealizada o tergiversada y el sistema educativo no los revela ni propone como aberrantes, es indiscutible que fueron consumados ininterrumpidamente a partir de aquel 12 de octubre 1492. Quizás no nos resulte fácil asumir una crítica de lo que se nos ha enseñado, pero es nuestra responsabilidad desenmascararlos para ubicar los acontecimientos en su lugar y darles el nombre que se merecen, como inclusive lo hicieron algunos europeos de aquella época aunque no fueron escuchados por los intereses mezquinos que motivaban y motivan el sometimiento de América. Bartolomé de Las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias denunciaba sin atenuantes que “Entraban los españoles en los poblados y no dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas que no hicieran pedazos. Hacían apuestas sobre quien de una cuchillada abría un indio o le cortaba la cabeza de un tajo. Arrancaban las criaturitas del pecho de las madres y los lanzaban contra las piedras. A los hombres les cortaban las manos, los amarraban con paja seca y los quemaban vivos en las hogueras, les clavaban estacas en la boca para que no gritaran. Para mantener a los perros amaestrados, colocaban indios n cadenas, los mordían y los destrozaban. Yo soy testigo de todo esto y de otras maneras de crueldad nunca vistas y oídas”.
Por Juan Jose Rossi
Publicado el viernes 5 de septiembre de 2008 en www.contrafestejo.com.ar
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