Por Lucila Bollo *
Dos aportes sobre el trabajo periodístico, la agenda y la construcción del discurso. Lucila Bollo reflexiona a partir de los cambios que la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual introduce en cuanto a la aparición de actores en el escenario.
Hace ya un tiempo que algunos espacios mediáticos comenzaron a enfocar sus debates sobre ciertos temas que anteriormente no tenían lugar en los medios, por lo que nadie hablaba de ellos, ya que no formaban parte de ninguna agenda. Una de las cuestiones que justamente empezaron a circular en los últimos meses es la de la capacidad que tiene la prensa escrita de “marcar agenda”, haciendo referencia a la teoría de agenda-setting surgida en la década de los ’70, que estudia cómo los medios de comunicación influyen sobre la atención del público al priorizar determinadas asuntos, y a la vez dejan de lado otros. Así es como algunos diarios, principalmente los pertenecientes a las empresas monopólicas, construyen día a día la agenda mediática. Al seleccionar la información que más les conviene de acuerdo con sus intereses, son los que deciden qué es noticia y qué no. De esta manera imponen a sus lectores los contenidos sobre los cuales deben pensar y discutir. Y no sólo a los consumidores de noticias, sino también a los demás medios, que reproducen durante toda la jornada la información destacada en dicha agenda.
Junto con esta teoría también surgieron otras muy significativas que no suelen ser analizadas públicamente, como la de la espiral del silencio, propuesta por la politóloga alemana Elisabeth Noelle Neumann, en la que se explica cómo las personas tienden a callar y ocultar sus opiniones si sienten que no son acordes con las de la mayoría, y en algunos casos se ven inducidas a adoptar las de los demás por temor a quedar aisladas socialmente.
En este proceso los medios de comunicación cumplen un papel primordial a la hora de establecer cuál es la opinión predominante. Y muchas veces, en el empeño por brindar fidelidad al grupo empresarial al que pertenecen, imponen una idea y la hacen parecer más fuerte de lo que es en realidad, mientras que los que tienen una visión distinta parecen ser más débiles de lo que en verdad son. Es así como se intenta manipular los juicios de las personas sobre ciertos temas, creando una especie de consenso social que apunte hacia determinado lugar, en concordancia con el grupo dominante. El resultado es, según Noelle Neumann, una “ilusión óptica o acústica” respecto de la situación mayoritaria.
Esta teoría puede analizarse con claridad desde la perspectiva mediática actual de nuestro país, ya que estamos atravesando una situación bastante particular, en un marco de constante debate público favorecido por la polémica generada en torno de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que abrió el camino hacia un mayor pluralismo de ideas y facilitó la aparición de nuevas voces. Debido a esto, muchas de las cuestiones que antes se encontraban invisibilizadas por algunos sectores hegemónicos de poder hoy se dan a conocer y son el centro de atención en diferentes medios, principalmente los que avalan la aplicación de la ley. Todo esto da cuenta de las limitaciones de la espiral del silencio, ya que al no poseer una rigidez matemática para funcionar, en muchos casos puede romperse. Ahí es cuando salen a la luz diversas opiniones que antes se hallaban silenciadas por el miedo al rechazo, al no consensuar con las de los demás. Una vez rota la espiral, el grupo minoritario que se encontraba oculto y debilitado se hace fuerte, y aparece como un factor de cambio que es necesario para la evolución de la sociedad. De lo contrario, nos encontraríamos estancados, con temor a manifestarnos libremente si no pensamos como la mayoría, ya que no contaríamos con su aprobación y terminaríamos por reprimir nuestros puntos de vista. En consecuencia, acabaríamos siempre influidos por los arquetipos que el establishment intenta imponer, sin posibilidad de conseguir ningún progreso cultural que abra nuestras mentes hacia nuevas formas de pensar y de percibir la realidad.
El ambiente generado a partir de la sanción de esta ley, aprobada en octubre del año pasado, favoreció el surgimiento de estos nuevos espacios mediáticos, que garantizan una mayor diversidad de opiniones y, a la vez, nos brindan propuestas atractivas e innovadoras. Este nuevo clima de debate es sumamente propicio, ya que enriquece enormemente la capacidad comunicativa de la sociedad en la que vivimos, en tanto que nos permite conseguir una comunicación mucho más plural, dando lugar a la democratización de la palabra. En este sentido, la ley Nº 26.522 parece haber derrotado en el campo de batalla a la silenciosa espiral.
* Estudiante de Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM).
La gente, el periodismo y la sorpresa
Por José Luis Petris *
José Luis Petris analiza el uso del término “gente” y las implicancias que ello tiene en la construcción de los mensajes.
Por suerte es más común que en otras épocas escuchar algunas prevenciones acerca del uso del término “gente”. “La gente piensa que” algo es de determinada manera, o “la gente se pronunció e hizo saber” que su voluntad es tal, o “hay malestar entre la gente”, o “la gente no sabe qué esperar” son ejemplos de un uso retórico de “gente”, en su antigua acepción: intento de persuasión. “Gente” es, en estas sentencias, sólo argumento, cuantitativo, poderoso, porque actúa como sinónimo de mayoría, pero también un argumento cualitativo, no menos poderoso, porque “la gente” es “la gente común”, la que merece nuestros mayores respetos y principales esfuerzos (enunciación soberbia y casi siempre hipócrita). Por suerte, decía al comienzo, este uso retórico de “la gente” es más cuestionado que antes, aunque no lo suficiente, y muchas veces de manera pobre y/o falaz.
La gente es una categoría tal como lo es la ciudadanía, las mujeres, los jubilados (“nuestros abuelos”, algunos dicen para fortalecer sus argumentaciones), los niños, los trabajadores, los inmigrantes, los creyentes, los intelectuales, etc. Y como tal es absolutamente legítimo utilizarla cuando queremos analizar, pensar y hablar sobre aspectos y componentes de nuestras sociedades, regiones, países, ciudades o comunidades. Lo es aunque todos sepamos, y muchas veces olvidamos, que son construcciones teóricas, abstractas, ya que los que existen son los individuos que trabajan, estudian, protestan, disfrutan, militan y mil cosas más, a veces colectivamente, otras no. A veces con conciencia de participar en la construcción del devenir común, pero la mayoría de las veces sin esta conciencia. Fácticamente, “la gente” no existe: nadie fue capaz de ver a “la gente”, o a “los niños”. Apenas podemos ver y conocer a algunas personas, a algunos chicos, y a partir de ellos nos hacemos representaciones de “sus” colectivos de pertenencia (por medio de la mayoría de las veces de una inducción despreocupada: desde algunos casos, que siempre son pocos, inferimos que el todo es así, igual a esos casos). Se trata de un extraño fenómeno si tomamos conciencia de que “aprehendemos” a reconocer qué le pasa a “la gente”, que curiosamente no nos incluye porque por definición “la gente” es siempre un otro, desde también lo que nos pasa a nosotros (otra categoría de la cual deberíamos desconfiar), desde lo que sentimos y pensamos nosotros (que sí nos incluye) y que, por lo tanto, concluimos, lo mismo debe sentir, pensar y pasarle a “la gente”, ese otro.
“La gente” es una categoría sociológica, común también en otras disciplinas, que exige para su utilización de decisiones teóricas (a qué llamamos “la gente”) y respetos metodológicos (qué y cómo debe observarse aquello que nos permita describir a la gente en un determinado momento). Pero “la gente” es también una figura del habla cotidiana, del discurso político y de la práctica periodística. Y es en estos casos donde es utilizada antes como un argumento retórico que como sujeto u objeto del debate, el compromiso o la información. “La gente” se convierte así en un lugar común (vacío), paradójicamente de peso, para sostener ideas y posturas no siempre fáciles de defender sin ese uso de “la gente”.
En el periodismo, además, se manifiesta una curiosa paradoja: la gente es, casi por definición, el destinatario de su trabajo; y la gente suele ser, con mucha frecuencia, objeto periodístico. Es decir, el periodismo suele informarle a la gente sobre la gente; suele indagar a la gente para contarle a la gente lo que la gente piensa, disfruta o sufre. La paradoja se resuelve sólo con la otra paradoja ya apuntada: el lector de un diario (por ejemplo) que lee lo que el diario le informa sobre la gente no es en tanto individuo, como vimos, parte de la gente, aunque la categoría “la gente” lo incluya y él lo sepa.
Y entonces la sorpresa. Ocurrió con la concurrencia masiva y alegre a los festejos por el Bicentenario. Y volvió a ocurrir con la cálida y numerosa recepción que se le tributó a la selección de fútbol a su regreso al país tras su eliminación del Mundial. El periodismo habló de sorpresa y/o actuó con sorpresa ante ambos hechos. Y lo sigue haciendo. Y sobre esta sorpresa, sobre “la gente”, sobre la gente y sobre el periodismo corresponde apuntar algunas cuestiones. En primer lugar que ese periodismo que suele evaluar las gestiones gubernamentales y las acciones políticas desde y con el humor de “la gente” es el mismo que se sorprende con algunas manifestaciones de la gente. Es el mismo periodismo que muchas veces habla por “la gente”, que se arroga su representación, el que se sorprende por “imprevistas” acciones de la gente. Y con esa sorpresa, le cuenta a la gente lo sorpresivo que hizo... la gente. Es decir, le manifiesta a la gente su sorpresa ante ella. Y la “representa”. Y la usa.
La sorpresa tiene siempre dos posibles explicaciones: sorprende lo que no se corresponde con lo esperable según determinada lógica o norma que compartimos, o sorprende lo que se corresponde con una lógica o norma existente pero que desconocíamos. Lo inesperado de la sorpresa ocurre cuando una lógica o norma se rompe, o porque la lógica o norma en la que creíamos era incorrecta. ¿Qué generó “la sorpresa” ante los festejos por el Bicentenario? Que fueran revisados, muy analizados y retorizados tratando de descubrir qué fue lo que había ocurrido y por qué (también muy escritos y hablados para tratar de cargarlos con determinados significados, los útiles para los propios intereses). Es lo que podríamos llamar un exceso de semiótica: si un signo es siempre algo que remite a otra cosa, los alegres y masivos festejos del Bicentenario, por sorpresivos, no podían ser esencialmente eso, alegres y masivos, debían estar escondiendo otra cosa, debían significar otra cosa, exigían una lectura política de otro orden, cuando el hecho político significativo, irrefutable, novedoso para parte de la clase política y del periodismo, ¿novedoso para la gente?, fue que los festejos fueron masivos y alegres. Con el regreso de la Selección se repitió la misma sorpresa. De nuevo la gente no se comportó como debía comportarse “la gente”. La gente, como con el Bicentenario, convierte a la sorpresa en noticia. ¿A la sorpresa de quién? Parte del periodismo se sorprende con la gente, e informa a la gente de la novedad de la sorpresa que ella misma (le) ocasionó. Y le explica por qué actuó así (ella, la gente). En ambos casos hay poca introspección, poca humildad, poca sinceridad. Hay poca revisión de si la sorpresa no se debe a que no conocemos tanto a “la gente”. Que no se conoce tanto a esa “gente” sobre la que el periodismo se propone cada día informar a la gente, “representándola”.
* Semiólogo, profesor del IUNA y la UBA.
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