Martes, 03 de Noviembre de 2009 09:59
(APe).- Por estas horas, el ex futbolista Fernando Cáceres se debate entre la vida y la muerte, con la desalentadora certeza de que aun si sobrevive, los daños cerebrales ocasionados por el balazo que recibió en un intento de robo, serán irreversibles. Ramón y Eustaquio, hermanos del deportista, declararon a la prensa que se extrañan de que Fernando hubiera decidido internarse con su lujoso automóvil por las calles de Ciudadela, localidad vecina a la avenida General Paz que tiene una alta tasa de robos y asaltos a mano armada. "No sabíamos qué hacía en esa zona -dijo uno-, Fernando no frecuentaba ese lugar por razones de seguridad”.
El drama de Cáceres cobró mayor publicidad por tratarse de un conocido futbolista, con trayectoria en clubes del país y el exterior. Pero los intentos de robo o secuestro con desenlace trágico, en Buenos Aires y el Conurbano bonaerense, ya se cuentan por decenas.
En estos días, los automovilistas provistos de GPS (dispositivo de control satelital) reciben la advertencia de que están entrando en “zona de peligro” cuando se acercan a un cruce en el que se hayan reportado robos o situaciones de violencia. Del mismo modo, los diplomáticos extranjeros, junto con el placet y la bienvenida a nuestro país, reciben un práctico manual (provisto por su propia embajada) que les indica cuáles son las rutas y barrios de Buenos Aires por los que pueden transitar.
Vecinos de algunos countries y barrios privados, desde hace algún tiempo, marchan en caravana a los centros de compras, escoltados por uno o dos móviles de vigilancia. Sólo faltaría, para completar una escena de western, que los ataquen los “indios” y deban formar un círculo con sus “carretas” y defenderse con sus “winchester”.
Y lo curioso, lo más curioso de todo, es que muchas de esas víctimas de la inseguridad ciudadana -en la Argentina y en otros países de Latinoamérica- son incapaces de relacionar la brecha social, la brecha económica y la marginación, desde la cuna, de millones de seres humanos, con la expansión y aumento del crimen organizado.
Iba a estar bueno, Buenos Aires
“A menos de 200 metros del Hotel Sheraton y a pocos pasos de la avenida Del Libertador se acaba de levantar un nuevo asentamiento, la Villa 107, que por sus características parece ser la muestra más acabada de la miseria total. En él viven más de 170 familias de origen muy humilde, que desde hace dos meses se han instalado debajo de unos cuantos cartones y bolsas de nylon negras. De eso están construidas las viviendas, que no miden más de un metro y medio de alto -no entra nadie parado-; el piso es de barro...” (Crónica, 29/10/09)
La Villa 31 de Buenos Aires, heredera de asentamientos y barrios precarios creados a partir de la crisis del ’30 (entre ellos, aquel Puerto Nuevo que llevaron al cine Amadori y Soffici, en 1935) tuvo distintos ciclos de contracción y expansión, al ritmo de las erráticas políticas económicas y sociales de cinco décadas argentinas.
Crecida al borde de una ciudad que ya le estaba dando su espalda al río (la ribera se había convertido en un árido espacio de plazoletas fiscales, vías muertas, edificios abandonados y yuyales), esa Villa 31 a la que consagró su vida el asesinado cura Carlos Mugica, vio cambiar su suerte a partir del emprendimiento inmobiliario Puerto Madero, que ofreció a sus inversores la “seguridad” de tener como límites las aguas del Plata por un lado y la ciudad bancaria y comercial por el otro.
Cumpliendo con una inexorable ley del capitalismo, la demanda hizo subir el precio de la tierra en Villa 31, de acuerdo con las expectativas de toda clase de migrantes. Actualmente, la 31, la 31 bis y una serie de villas menores alojan a unos 60 mil habitantes, distribuidos en niveles escalonados de pobreza y desamparo. Quienes están cerca de la terminal de Ómnibus, pagan alquileres y tributos usurarios por su condición de indocumentados. Y aquellos que ni siquiera pueden pagar un alquiler, se guarecen bajo bolsas de residuo y cartones, en impensables lugares como la reciente Villa 107.
En 2001, la población de la Capital Federal asentada en villas de emergencia apenas superaba los 100 mil habitantes. Ocho años después, la precarización habitacional alcanza a 230 mil (ó 300 mil, ya que no hay censo cierto). Sin embargo, el presupuesto para construcción de viviendas de esta Buenos Aires del Bicentenario es de 390 millones de pesos (33% menos que el del año en curso) y la asistencia prevista para las villas será de 88 millones (un 56% menos de lo asignado en 2005).
No es la única desproporción: de los recursos destinados a asentamientos y barrios precarios, 56.595.000 pesos serán administrado por la Unidad de Gestión e Integración Social (UGIS), que es un organismo creado para atender situaciones de emergencia eléctrica o sanitaria. Pero el Instituto de la Vivienda, para su Programa Radicación, Integración y Transformación de Villas, tendrá apenas 5.448.000 (80% menos de lo presupuestado para el año en curso).
Un modelo de segregación
El ministro de Ambiente y Espacio Público del gobierno de Mauricio Macri es el ex rugbier Juan Pablo Piccardo, quien siendo muy joven integró el seleccionado bautizado “Sudamérica XV”, que burló el boicot que la comunidad internacional había dispuesto para el régimen racista de Sudáfrica y realizó una gira por ese país entre marzo y abril de 1982.
Lo que Piccardo y sus compañeros vieron (porque era imposible no verlo) fue lo peor del apartheid: la población negra hacinada en ghettos sin agua corriente ni electricidad; sin poder votar más que a los jefes de cada campamento; con las peores escuelas; con hospitales desprovistos y que no daban abasto; con colectivos y paradas de colectivo para blancos; con veda comercial en los barrios de blancos y paso restringido en las veredas de blancos. Era el otoño del régimen, y por eso quería blanquear su imagen a través del deporte (algo semejante a lo que intentaron los militares argentinos, en 1978).
Hacia 1991, el peso de los acontecimientos -y la brega infatigable de líderes como Nelson Mandela- acabó con el régimen del apartheid e inauguró para la República Sudafricana un ciclo de libertades y de lucha sistemática por la integración racial, económica y política de la población.
Veinte años después de la liberación de Mandela y del fin del apartheid sudafricano, Juan Pablo Piccardo comanda desde su ministerio la Unidad de Control del Espacio Público (UCEP), un cuerpo formado por 26 agentes que, vestidos de negro, recorren las calles de la ciudad a horas inhóspitas de la noche (para no tener testigos) y que -según las denuncias presentadas- ejecutan desalojos violentos, destruyendo sin miramiento las pertenencias de homeless y okupas. En un documento firmado por la UCEP y presentado a pedido de la Defensoría del Pueblo, consta que entre el 17 de febrero y el 30 de septiembre de este año se realizaron 444 procedimientos. En 435 de esos procedimientos, la palabra clave del acta es "indigente".
No hay que ser muy perspicaz para descubrir (y describir) el apartheid que rige en Buenos Aires, ciudad que desde mediados del siglo XX se halla dividida por un muro invisible, que separa los barrios del Norte (los más favorecidos) y los barrios del Sur. Ahora, en los barrios del Norte, también hay bolsones de pobreza y miseria. Del otro lado, emprendimientos como la Corporación del Sur copiarán el modelo Puerto Madero, acentuando la diferencia entre los que “tienen” y los que “no tienen”.
Así, el poder político, lejos de promover la integración y la convivencia, consolida una ciudad injusta, una ciudad-archipiélago, en donde el sol no sale para todos (y los que sí salen, por las noches, son los agentes de la UCEP).
por Oscar Taffetani
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